En tardes de verano, viendo tejer a mi abuela junto al balcón, empecé a escribir versos. A su lado o cerca, tal vez yo estuviera sentado afuera. Pero aprendía también de ella, que contaba los nudos, las vueltas y el lugar por donde deslizar la aguja. Así, mis dedos numeraban las sílabas y distribuían los acentos. Y mientras mi abuela avanzaba en el jersey que le tejía a mi hermana menor, mis poemas se extendían por la hoja del cuaderno como un entramado de nudos y vueltas. Si me preguntan para qué sirve, aún sigo diciendo que un poema abriga.
miércoles, 28 de noviembre de 2018
sábado, 24 de noviembre de 2018
06 | El cuaderno de páginas de azogue
Ya no sé bien qué es un libro. Si lo que era o lo que es ahora. Lo malo del tiempo no es que le envejezca a uno, eso resulta fácilmente soportable desde una vivencia del presente, de hecho, no hay mejor edad que aquella que se disfruta en cada momento, pues las contiene todas. Lo insoportable del tiempo es que cambia la condición de cuanto existe. Aquello en lo que uno creía como sustancial no es ahora más que un pasatiempo. Así los libros. Aprendí en su carencia a necesitarlos. Los imprescindibles. En su provocativa inanidad no sé despreciarlos.
lunes, 19 de noviembre de 2018
05 | El cuaderno de páginas de azogue
Publicar ahí (o sea, aquí) es como cantar en el metro, dice. Ya quisiera, respondo pensando en un sombrero hasta arriba de monedas. De todas formas, matizo, hay una diferencia. Grandes estrellas del rock se vanaglorian de haber empezado tocando en la calle. Eso no me dice nada. Mi maestro fue Nino Mallorca. A finales de los ochenta actuaba a diario en la Avenida Gaudí con la orquesta dentro del radiocassette. A veces desplegaba delante páginas de diarios de los años 60 con grandes fotos y entrevistas. Unas cuantas. De nada vale empezar en la intemperie, hay que acabar ahí.
jueves, 15 de noviembre de 2018
04 | El cuaderno de páginas de azogue
Hubo un tiempo en el que disfrutaba con las voces. En transparencia creía verlas bajo los recursos expresivos que este o aquel vertía sobre su decir. Lo contemporáneo me dejaba boquiabierto bajo el cielo incendiado la noche de los fuegos artificiales. Deseaba estudiarlo, también. Lo peor del tiempo es que continúa a pesar del brillo de cualquier presente. Y ahora, aquel fulgor solo lo descubro en lo más remoto. Donde ni siquiera existe la noción de tropo y la poesía emerge directa no se sabe de dónde. Y en especial, en esas veladuras que son los fragmentos perdidos para siempre.
sábado, 10 de noviembre de 2018
03 | El cuaderno de páginas de azogue
Entre las pilas y cajones de libros viejos del mercado anticuario en ocasiones creo reconocerme. Rara vez doy con mi nombre, y si aparezco hago como que no me veo. Para que sea otro quien pueda reconocerse en él igual que entre cientos de títulos ajenos, tantos como rostros en las avenidas de la ciudad, me fijo en un libro, a veces maltrecho por los años de andar de un almacén a otro. Solo con asomarme a sus páginas advierto cómo se convierten en agua que dibuja cuanto la contempla. Y colocándolo en un estante, lo salvo de la sequía.
lunes, 5 de noviembre de 2018
02 | El cuaderno de páginas de azogue
No creo, dije, que el presente sea el destinatario de lo que escribo. Publicar, que ya fue sinónimo de aparecer, cada vez más lo es de enterrar. Cuando ya no se le puede dar más vueltas a un escrito, se le deja en paz sobre el sudario de las páginas de un libro o en la pantalla de efímera perennidad. Pessoa, que era un optimista enmascarado, decía que sus lectores estaban en el futuro. Pero no acertó, porque no hay vida en el futuro. Me queda una única opción, aventuré, escribir solo para el pasado. Para que Pessoa me lea.
jueves, 1 de noviembre de 2018
01 | El cuaderno de páginas de azogue
Hay objetos que hoy parecen triviales, pero hace cuarenta años no lo eran tanto. En un rincón cualquiera de mi primera adolescencia encontré —es el verbo que más se acerca a la difusa memoria— una libretita en octavo con las hojas en blanco. Completamente en blanco. Es decir, un libro sin ninguna letra. Aún. La ilusión con la que empecé a llenar las páginas es quizá el único recuerdo fiable. Había escrito antes algún diario escolar, sin vértigo, y no sabía muy bien qué era una novela, pero tenía claro lo que quería escribir: todo cuanto no me había ocurrido.
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