«Una vez en Iowa..», así empieza un poema de Seamus Heaney —en su último libro— que me ha impresionado. Habla de una cosechadora abandonada, en mitad de un desierto nevado. Tenía una idea más idílica de Iowa, un lugar que ni siquiera sé por dónde cae. Estuve pensando. Transitábamos por una autopista de Pensilvania. Conducía Mark. Con él iba Jesús, delante; detrás, Astrid, Cristina y yo. Nos mostrábamos los libros que acabábamos de comprar en Harrisburg. A mí seguían emocionándome los camiones americanos. Adelantábamos uno, saqué la cámara y salió en la foto. Un camión de Iowa. Un cielo diáfano.
viernes, 30 de noviembre de 2007
Málaga revisitada
Recibo un recorte del diario El Mundo, edición malagueña. Leo una columna de AG ensalzando a RPE como cultura viva de la ciudad. Juicioso, es cierto. Pero sonrío, y recuerdo. Una mañana, frente al mar. Cuando éramos amigos (qué raro suena, qué inverosímil). Me dijo que perdía tiempo e ingenio escribiendo en los periódicos. Luego me advirtió: «Vienes aquí a visitar lo peor de Málaga, que lo sepas.» Eso iba por el ensalzado. Al cabo de los años sigo al pie de la letra los consejos del antiguo compañero: detesto los periódicos y en Málaga nunca he visitado a AG.
A las puertas del taller
¿Será de verdad tan repugnante como cuando lo miré con sus ojos de purpurina? Me acerqué a la mujer que engatusaba obreros. «Bonita tarde», le dije porque me pareció que llegaba desde los cerezos en flor. «No estoy para bobadas, si quieres lo hacemos detrás de esos asquerosos tubos amontonados» No están amontonados, los veo ahora, sino apilados hasta que los retire el chatarrero. A la intemperie la herrumbre los mina. Los plásticos, atrapados, ondean si hay brisa. Cuando les lanzan piedras, las ratas corren a su cobijo. A las puertas del taller, sin ningún recuerdo; no solté la pasta.
Noticia del invierno
En las rodillas, sobre los hombros, hacia los brazos, el invierno me pesa. Sus trizas de niebla me suben por la pierna, dentro del muslo. He apagado la calefacción hace menos de una hora y el frío ha invadido las habitaciones antes de que llegara la prisa por salir. Si no seré yo quien pague esta factura, ¿a qué tanto cuidado? He pinzado los extremos de la cremallera y me he cerrado la chaqueta. Arranco unas cuantas borlas, de las muchas que fabrica el uso en la lana, por distraer los minutos que cloquean en el reloj de la estancia.
¿Cuántas palabras entran en cien palabras?
Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuna, veintidós, veintitrés, veinticuatro, veinticinco, veitiséis, veitinsiete, veiocho, veintinueve, treinta, treinta y una, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y una, cuarenta y dos, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco, cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, cincuenta, cincuenta y una, cincuenta y dos, cincuenta y tres, cincuenta y cuatro, cincuenta y
Poética del bloc, en cien palabras
Ahora lo veo claro. Cuando la literatura impresa en papel acosa con su exigencia de una legibilidad que nadie lee, estos cuadraditos de cien palabras que nadie va a leer pueden convertirse (han de convertirse) en la burbuja donde el escritor respire, libre de esperas. ¿Para qué? Felizmente ya para nada. Para nadie. Para él mismo. Diario íntimo público. Para liberarse del papel. Cuando la literatura impresa agobia con su exigencia de sardina en un puesto del mercado, quedan los espacios gratuitos: el paseo por la ciudad, por la playa, el adentrarse en el bosque donde no circulan las motocicletas.
Poética del bloc, en números
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