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En una calleja medieval, donde sólo mueren tapias de antiguos conventos convertidas en traseras de almacén y junto a las que se apilan maderas, cartones y aparatos inservibles que reciben resignados la orina de los transeúntes solitarios, descubrí el amor. En la intimidad del abandono desabotonó la blusa que me había puesto para él y sentí cómo mis caricias transformaban su espalda en un piano de silencios. Regresamos, más tarde, a la avenida, que los turistas anhelaban captar —con la cámara de unos ojos a los que no se les había retirado el protector del objetivo— y que nosotros olvidábamos.
En una calleja medieval, donde sólo mueren tapias de antiguos conventos convertidas en traseras de almacén y junto a las que se apilan maderas, cartones y aparatos inservibles que reciben resignados la orina de los transeúntes solitarios, descubrí el amor. En la intimidad del abandono desabotonó la blusa que me había puesto para él y sentí cómo mis caricias transformaban su espalda en un piano de silencios. Regresamos, más tarde, a la avenida, que los turistas anhelaban captar —con la cámara de unos ojos a los que no se les había retirado el protector del objetivo— y que nosotros olvidábamos.