A las ocho, camino de la panadería, esta mañana desabrida se parece a los lectores de entonces. Anoche, en el Libro de esbozos de Kerouac descubrí un par de versos con los que animar también esta grisura de hoy. Mientras escribía esos poemas que desgarran la lengua y los ojos, los editores le rechazaban una y otra vez En la carretera. Necesito, con el periódico bajo el brazo, una frase así para continuar, porque también yo tengo una novela inédita que nadie quiere imprimir. Una novela que añora incluso aquellos rechazos. Ahora no se dice nada. Se habla con silencios.
sábado, 29 de marzo de 2008
jueves, 27 de marzo de 2008
«Trabaja desde tu propio lado de la literatura & la obsesión por las habitaciones, no desde los de la industria editorial» Jack Kerouac
De mi juventud recuerdo frases cuya hipérbole se justifica por la edad: «Soy el primero que en Barcelona ha leído el libro de Bataille». Cuando me embelesaba alguna maravilla descubierta en el mercado dominical de libros viejos, en Sant Antoni, sentía siempre la satisfacción añadida de pensar que seguramente era la única persona en el planeta que estaba leyendo ese día aquel libro. Por eso no entiendo que en el metro los lectores del mismo libro (inútil para el verano, por cierto) se ufanen exhibiendo la misma cubierta. Otro mundo, éste, donde el lector ha dejado de ser un solitario.
martes, 25 de marzo de 2008
Diálogo del diálogo
—Sería conveniente que hablásemos.
—Es verdad. El diálogo es conveniente.
—Siempre hay que hablar.
—Opino lo mismo. Soy un hombre dialogante. Soy un político dialogante. Un diputado electo dialogante. Soy un diputado. Soy.
—Hemos de hablar, sí.
—Perfecto. Tengo talante dialogante. Tengo acta de diputado. Y talante. Y dialogante.
—Esta vez hablaremos claro.
—Claro que hablaremos. Dialogaremos. Con talante, claro que sí.
—Esta vez no dejaremos nada por hablar.
—Ni dejaremos nada por dejar. Ni hablaremos nada por hablar.
—En esta ocasión.
—Nada hay mejor que ser dialogante. Con talante, sin enfado. Con acta de diputado.
—Hablaremos claro.
—Claro, hablaremos.
—Es verdad. El diálogo es conveniente.
—Siempre hay que hablar.
—Opino lo mismo. Soy un hombre dialogante. Soy un político dialogante. Un diputado electo dialogante. Soy un diputado. Soy.
—Hemos de hablar, sí.
—Perfecto. Tengo talante dialogante. Tengo acta de diputado. Y talante. Y dialogante.
—Esta vez hablaremos claro.
—Claro que hablaremos. Dialogaremos. Con talante, claro que sí.
—Esta vez no dejaremos nada por hablar.
—Ni dejaremos nada por dejar. Ni hablaremos nada por hablar.
—En esta ocasión.
—Nada hay mejor que ser dialogante. Con talante, sin enfado. Con acta de diputado.
—Hablaremos claro.
—Claro, hablaremos.
lunes, 24 de marzo de 2008
El afinador de pianos
Aceptaba lo que le dieran. Al final del año sumó lo reunido trabajando como afinador de pianos, le pareció razonable y dijo: «Quiero ganar esto cada año». Así que contó los pianos, dividió y estableció la tarifa. Al siguiente año, el número de pianos había crecido y los ingresos también. En lugar de alegrarse, se asustó. No quería ganar más, así que el primer día hizo la misma operación y aplicó una reducción en la tarifa. Como la venta de instrumentos aumentaba, se sentía feliz por trabajar siempre un poco más y que los clientes pagaran siempre un poco menos.
sábado, 22 de marzo de 2008
Las hojas
Tras una noche de viento enfurecido, los únicos habitantes de la acera son las hojas —verdes, mínimas, recién aparecidas y ya por el suelo— y los papelillos saltarines. Encuentro desolado al quiosquero. Hamletianamente se pregunta si ha de retirar de la venta el periódico que compro. Me enseña el albarán. «Lo ve, un euro y veinte céntimos», y con el dedo me señala la cabecera: «1 €». Si te dijera lo que han hecho conmigo las erratas, pienso. «Que hay gente muy borde y si pone un euro, no pagan más; prefiero no venderlos». Las hojas, los papelillos; la melancolía.
jueves, 20 de marzo de 2008
Aniversario
Regreso a la ciudad en la que cumplí 23 años, hace 25. Para mi pasmo, todo está en su lugar: los mismos charcos en las aceras, las puertas salpicadas por la misma mansa llovizna. El hijo del dueño del «Tronco», junto a la antigua cárcel, donde comía y cenaba los domingos, ahora atiende el restaurante. «Sólo padre falta» — se lamenta. Palabras que había olvidado llegan a mi memoria y dibujan la esfera armilar de quien fui. Para celebrarlo compro las Obras de Carlos de Oliveira, que leí lentamente en la biblioteca, y descubro el mismo brillo que me deslumbró entonces.
sábado, 15 de marzo de 2008
El hígado de Piacenza
Cuando el arúspice seccionaba un hígado de oveja para realizar sus presagios, lo que esperaba encontrar en el dibujo sanguinolento de la entraña era el retrato del cielo. Un célebre bronce etrusco —«El hígado de Piacenza»— muestra el mapa de los astros como quien traza el plano de su ciudad. De hecho, el arúspice no conocía interrupción o hiato entre la entraña, la ciudad y el universo. Todo formaba parte de una única concepción de la vida. Hoy las vísceras las tratan los veterinarios, la ciudad la programan los modernos eremitas y el cielo es una palabra de aspecto desmejorado.
jueves, 13 de marzo de 2008
De un correo a MP
Dices que de tu primer libro sólo te gusta algún poema. Lo mismo le ocurrirá al lector inteligente: apreciará los que le sirvan para comprender lo que has escrito después. Únicamente un lector subnormal (especie que, infelizmente, no está en extinción) fija su interés en tanteos y ecos que hay en toda escritura inicial. Me gustan mucho los libros juveniles de los poetas que conozco bien: se descubre la exigua senda que conduce al camino que nos ha seducido. Y al mismo tiempo, cómo esos primeros pasos se dieron con el poeta rodeado de maleza, acaso bajo una lluvia torrencial.
lunes, 10 de marzo de 2008
Carta a F sobre poéticas
Tu reflexión me parece exacta. La sigo contigo al pie de la letra. El problema es que cualquier reflexión tiene un límite: el poema. Si llega, echa por tierra todo cuanto se ha pensado sobre la poesía. El poema crece o no crece, con independencia absoluta del tiesto, la tierra y los riegos que uno programe. Pero sin tiesto, sin tierra y sin regadío es el poeta quien se queda sin nada en qué ocupar su atención entre poema y poema. Por eso me gustan tanto las poéticas: son una suerte de jardinería inútil, para plantas en patios de cemento.
sábado, 8 de marzo de 2008
En Nápoles, esquina Rosellón
Sobre esta vieja tapa metálica sé que no es cierto eso —que digo con frecuencia— de que la ciudad ahora ya es otra, una desconocida. Ni es verdad que pasee por ella como turista o advenedizo. De repente esta vieja tapa. Acaso cuanto diga es sólo un subterfugio —¿o un simple refugio?—, un arrogarse la irresponsabilidad del turista en relación al tiempo. Si la ciudad no hubiera cambiado tanto, tendría tanto pasado como yo, y los dos, de la mano, seríamos insoportables. La mudanza nos aligera el peso, a la ciudad y a mí. Pero de repente: esta lápida.
miércoles, 5 de marzo de 2008
JULIETA: Aún no he oído cien palabras tuyas / y ya conozco el eco de tu voz (Shakespeare)
Hay quien piensa que cien palabras es tramo demasiado corto para expresar opiniones y argumentos. Puede ser, aunque a la mayoría de opiniones que uno escucha le sobran, en general, noventa y cinco palabras: «Ese tío es un cretino». En cuanto a los argumentos que uno advierte debajo de las palabras se puede aplicar la misma cuenta. Con un «quítate tú pa’ ponerme yo» se resume la mayoría. Para lo único que no sirven cien palabras es para vender escritura a peso. Cien palabras apenas mueven el fiel de la balanza (¿a quién guardará fidelidad el fiel que se inclina?)
martes, 4 de marzo de 2008
Antes de ir a pasar la tarde al Versalhes
Una tarde subimos los cuatro a la habitación que compartías con el otro estudiante de Salamanca. Nos acompañaba un tipo venezolano. Te recuerdo tumbado en la cama, con las piernas cruzadas. Fumabas. Los otros dos se atareaban con la gomina, las camisas, el peine, se aconsejaban, se miraban al espejo. A mí me recuerdo sin saber cuál era mi lugar en aquel cuarto. Entonces, señalándolos, dijiste: «Aún creen en los milagros», y ya supe qué hacer. Me tumbé en la otra cama. Estábamos en Lisboa, en 1980. Éramos estudiantes de filología. Todo lo que media desde entonces estaba por ocurrir.
domingo, 2 de marzo de 2008
Tríptico ZM (1)
Mientras recorro la sala de exposiciones de La Pedrera doy en pensar que hay pintores novelistas y pintores poetas. Veo clara la diferencia entre unos, muy numerosos, y otros, más raros, en el umbral de la comprensión de la vida. En el esfuerzo por entender el mundo y mostrarlo tal como se ha aprehendido hay una voluntad narrativa, con independencia del estilo pictórico en el que se milite. No son la belleza, ni la luminosidad, ni la pureza las fronteras que cruza la pintura poética, sino la radical incomprensión de la vida, la mirada descentrada del sinsentido: Zoran Music (1909-2005).
(2)
En 1947 Zoran Music pinta acuarelas con paisajes venecianos. Son estampas coloristas, con perspectiva cerrada, torpes, desenfocadas. Elige los mismos lugares. Los títulos se repiten, como si resultara más urgente ponerse a pintar cualquier cosa que seleccionar un motivo. El color está subido de tono, como en los reclamos de las atracciones de feria que han de animar a los visitantes. Alrededor del papel traza un punteado de colorines a modo de cenefa. Lo que impresiona de estas acuarelas —hasta el estremecimiento— es lo que no pinta: lo que ha vivido meses antes en el campo de concentración de Duchau.
(3)
Entre los cuadros de la exposición, contemplo uno titulado «Ciudad». Muestra unas vistas nocturnas. En el centro se alza, en sombra, una torre. A su pie la masa informe de las calles y edificios iluminados. El cielo permanece oscuro, se diría que indiferente a los esfuerzos enmarañados de la luz. La luz se amontona sobre la superficie de la ciudad como una montaña de sal a las puertas de la mina. O un montón de escombros donde estuvo la casa. La luz se acumula en el suelo de la noche como desperdicios en el vertedero. Como cadáveres en el campo.
(2)
En 1947 Zoran Music pinta acuarelas con paisajes venecianos. Son estampas coloristas, con perspectiva cerrada, torpes, desenfocadas. Elige los mismos lugares. Los títulos se repiten, como si resultara más urgente ponerse a pintar cualquier cosa que seleccionar un motivo. El color está subido de tono, como en los reclamos de las atracciones de feria que han de animar a los visitantes. Alrededor del papel traza un punteado de colorines a modo de cenefa. Lo que impresiona de estas acuarelas —hasta el estremecimiento— es lo que no pinta: lo que ha vivido meses antes en el campo de concentración de Duchau.
(3)
Entre los cuadros de la exposición, contemplo uno titulado «Ciudad». Muestra unas vistas nocturnas. En el centro se alza, en sombra, una torre. A su pie la masa informe de las calles y edificios iluminados. El cielo permanece oscuro, se diría que indiferente a los esfuerzos enmarañados de la luz. La luz se amontona sobre la superficie de la ciudad como una montaña de sal a las puertas de la mina. O un montón de escombros donde estuvo la casa. La luz se acumula en el suelo de la noche como desperdicios en el vertedero. Como cadáveres en el campo.
Zoran Music, Nosotros no somos los últimos
sábado, 1 de marzo de 2008
Vertedero de novelistas
Un hombre de apariencia indefinida, un jubilado, espera en la parada del autobús. Ojea las primeras páginas, como haría un comprador de libros, de un grueso volumen que mantiene enfundado en una bolsa de plástico blanca, de esas que a uno le dan cuando compra en un comercio sin nombre. Por una esquina vislumbro las tres últimas letras del título, impresa en dorado: «Generaciones». Emerge de la memoria su autor: Cristóbal Zaragoza. El volumen está más que fatigado, francamente sucio. El papel amarillea. Me pregunto —en la ciudad aún por despertar— dónde irán a parar los novelistas del pasado inmediato.
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