Leo durante el vuelo el tercer tomito con los diarios de Eugenio Padorno. En esta ocasión no hay erratas en la cubierta, pero sí en las tripas. Un montón. Compite con las ediciones malagueñas en el descuido tipográfico. Hasta faltas de ortografía. Qué pena, porque —en el libro siempre leo «por que» sic— la prosa densa, pétrea, atlántica, cada día más gnómica, me seduce como pocas. Su argumento es lo suficientemente reducido como para evitar la contaminación lumínica de las noches mundanas: un poeta obsesionado por convencerse — a sí mismo, con razones sociales y personales— de la condición que posee.
martes, 28 de abril de 2009
lunes, 27 de abril de 2009
Anotaciones a la vuelta, 2
En el aeropuerto, frente a un mostrador de embarque, contemplo una larga cola de aficionados tinerfeños. Pregunto: van a San Sebastián. El sueño de que su equipo suba a primera les empuja a cruzar medio Atlántico y toda la península. El otro día fueron mil seguidores del Español a ver cómo empataba con el Numancia. En este caso, el sueño que les movía era el opuesto: no bajar a segunda. Me pregunto si no será su inmutabilidad la razón del escaso interés que despierta socialmente la cultura: los de primera siempre están arriba y los de segunda, en ninguna parte.
martes, 21 de abril de 2009
Anotaciones a la vuelta, 1
La última mirada antes de abandonar un cuarto de hotel se la dedica el huésped a sí mismo. Concienzudamente se asegura de que nada suyo queda perdido —prendido— en la estancia. Abre las puertas del armario donde estuvo colgada su americana, la que lleva puesta, porque necesita la postrera comprobación de lo obvio. Revisa los folletos informativos sobre la mesa donde dejó algún libro, la pluma y el teléfono, que abulta en el bolsillo. Estira colcha y sábanas; mira dentro de los cajones. Cuando regrese y le pregunten por el hotel, no sabrá qué responder: nada ha dejado allí olvidado.
domingo, 19 de abril de 2009
De poëziealbum van een landschapschilder, en 7
Los dos soldados se quedaron al otro lado de la calle, al borde mismo del canal que les impedía situarse aún más lejos. Cuando abrí, el oficial esperaba ante la puerta y dijo un nombre, que no recuerdo. Me tendió un petate, al que me abracé. Al besarlo, mis labios se impregnaron con la arenilla que lo ensuciaba. Los tres permanecieron en silencio un buen rato, hasta que tuve fuerzas para agradecérselo. Dentro: camisetas, calzoncillos, una toalla, dos camisas, un pantalón, un monedero, hojas de papel doblado, una pluma y estos siete libros que desde entonces son mi única lectura.
viernes, 17 de abril de 2009
De poëziealbum van een landschapschilder, 6
Libros y lectura son motivo habitual en la pintura holandesa y casi obsesión en las naturalezas muertas y en los interiores de Gerrit Dou (1613-1675). Hay una composición muy hermosa —«Escuela nocturna» (1665)— donde niñas y niños aprenden a leer a la luz de una vela: el pincel refleja el gesto dubitativo al pronunciar las palabras desconocidas. Los hombres suelen leer en relación con sus oficios —pintores, músicos, astrónomos, ermitaños—. Para las mujeres, sin embargo, la lectura carece de finalidad y objeto. Es un espacio íntimo. Acaso Dou, sin darse cuenta, haya reflejado los primeros pasos de una liberación.
martes, 14 de abril de 2009
De poëziealbum van een landschapschilder, 5
Foto MCP
Una irisación en tonos verdosos tamiza el sobre a través de la botella de vino que, lavada y limpia tras la celebración, decora la repisa donde ha dejado la carta. El oro blanco de la tarde reclama la autoría de esta pequeña travesura del color y aun de otros reflejos que cruzan la estancia: el lomo de los libros donde estudió artes de navegación, los cabos de cuerda con los que ensayaba diferentes nudos, el marco dorado de la fotografía que le echaron durante su primera travesía. Retoza la luz y juguetea con el sello del Ministerio de la Guerra.
lunes, 13 de abril de 2009
De poëziealbum van een landschapschilder, 4
Foto MCP
La mañana que de un salto se subió a la caja del camión, había dejado la bicicleta apoyada en la baranda del puente que cruza el canal. Estuve observándole desde la cocina, y ni siquiera se dio la vuelta para despedirse de ella. Ni de mí. Pronto empezó a oscurecerse el metal de sus engranajes y a soportar la suciedad de los pájaros. Una tarde, el vecino tomó prestada una de las ruedas. El invierno la convirtió en un bulto blanco. La derribó un día el viento y algún transeúnte la apartó a un rincón, junto al poste del tranvía.
domingo, 12 de abril de 2009
De poëziealbum van een landschapschilder, 3
Al entrar en el cuarto tengo la sensación de que continúo en la calle. Los transeúntes caminan a un paso de donde me he sentado para descalzarme. Comprendo entonces que el problema no está en la habitación holandesa que me acoge con honestidad, sino en cómo los hoteles alzan su frontera con el exterior. Como si el viajero necesitara olvidar que se encuentra en tierra extraña con la ilusión de un hogar. Son interiores exacerbados: se empeñan únicamente en preservar la intimidad con su mala iluminación. La única ley que se respeta aquí es la del disfrute de la luz.
sábado, 11 de abril de 2009
De poëziealbum van een landschapschilder, 2
Para Germán Gullón
En el viejo Ámsterdam, cerca de la plaza Dam, existe una estrecha calleja sin salida donde crece la hiedra en las fachadas sin que los carros se enmarañen en ella ni los mulos la arranquen de cuajo de una dentellada. Quienes cruzan por delante juntan las manos sin saber por qué, evocan un nombre que sólo ellos conocen y después limpian en los cristales de sus gafas las gotitas de llovizna que los motean. El canal que pasa al otro lado nunca ha conseguido pintar en el óxido de sus aguas la entrada al pasaje de la Oración Sin Fin.
viernes, 10 de abril de 2009
De poëziealbum van een landschapschilder, 1
Foto GCC
El cielo primaveral del primer año de guerra se ensimisma en los charcos del camino antes de que las botas de los soldados enturbien su cristal. Se extiende el mantel de los domingos sobre la madera reseca de los campos que nadie ha querido cultivar. Una mata de narcisos se apropia del único rayo de sol que ha atravesado los nubarrones cansados, en retirada. Cuando el aire retumbe a lo lejos, no serán ellos los únicos culpables. Una mujer transita la senda sorteando en su bicicleta los charcos removidos. Dentro de la cesta, con los baches, se pelean unas manzanas.
jueves, 9 de abril de 2009
Las ideas y los libros
Me ha dado la impresión —estos días que trato con tanta gente— de que soy un escritor excesivamente complicado, quizá incomprensible. Suena raro: lo explicaré. Quienes viven del mundillo literario —editores, periodistas, libreros, críticos— ni han leído ni leerán jamás una línea mía, sin embargo muestran gran interés en hacerse una idea sobre qué tipo de escritor soy. Es su oficio. De la mayoría de escritores tienen una noción muy clara sin necesidad alguna de leer sus libros, de eso me doy cuenta enseguida. Y con la misma intención me hacen preguntas. Pero al responderlas compruebo que siempre les decepciono.
viernes, 3 de abril de 2009
Poética de ascensor
Cuando se cierran las puertas del ascensor pienso en Marc Augé; en el más insulso, aburrido y célebre de sus libros: ¿es mi ascensor un no lugar? En los no lugares se puede hablar por teléfono o leer un periódico; en el ascensor, no. El ascensor será, si acaso, un no tiempo. Un tiempo vacío que a veces cobra corporeidad de tiempo: aspiro el intenso perfume de una vecina y me abruma la paradoja de sentir el olor y no contemplar ninguna presencia. La misma paradoja que me asaltó el día que encontré, en el suelo del ascensor, un imperdible.
jueves, 2 de abril de 2009
La incomprensible lógica de los programadores
Ayer, cuando tecleaba «Gilles» el programa lo corrigió él solito y puso «Pilles». Me hizo gracia; olvidaba que antes me había provocado maldiciones: escribía mi apellido en el ordenador y el programa inmediatamente cambiaba la inicial. Una tortura hasta que pude desactivarlo. La extraña y diabólica lógica de estas correcciones programadas es que ocurren siempre en los nombres propios. El programa es incapaz de corregir la mayoría de errores habituales y sencillos en términos comunes, pero en cuanto aparece una palabra con mayúscula inicial —que no debería corregir jamás—la modifica. Escribo «Garcilaso», pero en pantalla aparece un tal «Gracilazo».
miércoles, 1 de abril de 2009
Capitán Ahab
Leo un libro de Gilles Deleuze. Los efectos narcotizantes de su prosa son inmediatos. No sé ni de qué habla, pero me deslizo por sus páginas como quien admira en el escaparate un coche muy caro. Llego a un ensayo sobre Melville, sigo sin entender nada, pero Ahab evoca mi primer contacto con los libros. Por ahí debo de tenerlo: una edición ilustrada, infantil, de Moby Dick. Me lo prestaron en el colegio. Pasado cierto tiempo, tenía que entregarlo. Nunca me lo reclamaron. Cada mañana lo miraba y me apenaba desprenderme de él. Otro día —pensaba—, hoy preferiría no devolverlo.
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