En tardes de verano, viendo tejer a mi abuela junto al balcón, empecé a escribir versos. A su lado o cerca, tal vez yo estuviera sentado afuera. Pero aprendía también de ella, que contaba los nudos, las vueltas y el lugar por donde deslizar la aguja. Así, mis dedos numeraban las sílabas y distribuían los acentos. Y mientras mi abuela avanzaba en el jersey que le tejía a mi hermana menor, mis poemas se extendían por la hoja del cuaderno como un entramado de nudos y vueltas. Si me preguntan para qué sirve, aún sigo diciendo que un poema abriga.