Una tarde subimos los cuatro a la habitación que compartías con el otro estudiante de Salamanca. Nos acompañaba un tipo venezolano. Te recuerdo tumbado en la cama, con las piernas cruzadas. Fumabas. Los otros dos se atareaban con la gomina, las camisas, el peine, se aconsejaban, se miraban al espejo. A mí me recuerdo sin saber cuál era mi lugar en aquel cuarto. Entonces, señalándolos, dijiste: «Aún creen en los milagros», y ya supe qué hacer. Me tumbé en la otra cama. Estábamos en Lisboa, en 1980. Éramos estudiantes de filología. Todo lo que media desde entonces estaba por ocurrir.