¿Qué estás comiendo? —me preguntas—. Na-da —pronuncio con dificultad y sin abrir los labios, como si en lugar de hablar soplara en la embocadura de una trompeta—. No te creo —sentencias—. Yo tampoco —acepto y confieso—, es una pequeñísima, nimia, minúscula, diminuta, casi invisible gran pastilla de chocolate. ¿De chocolate? —inquieren más tus ojos que tu voz—. Sí, ¿quieres una? —y te la muestro, envuelta aún en plata, en mi mano escondida—. ¿Tenías dos? —el interrogatorio que no cesa—. No —niego—. ¿Entonces? —dices con lógica aplastante—. Esta la traigo para ti.