Me abraso —me quejo al ir a sorber la infusión—. Eres un impaciente —constatas—. Es posible, pero también es posible que esté demasiado caliente —me defiendo—. Mira mi taza —dices—. La miro. Tu taza humea con extrema elegancia. Un vapor traslucido caracolea en el aire plácido de la cocina como si de repente una orquesta diminuta, extendida por el borde de porcelana, estuviera interpretando El lago de los cisnes y el vaho realizara como ejercicio una delicada croisé devant. ¿Lo ves? —preguntas—. Claro —confirmo—, estoy a punto de empezar a aplaudir. Y sin quemarme.