A las ocho de la mañana sólo han abierto el kiosco, la panadería y el café. Los escasos habitantes de las aceras juegan una partida de billar a esas tres bandas. Los atributos que cuelgan de sus manos señalan los aciertos. A veces cruza un personaje incómodo: en su mirada se advierte que juega a otra cosa. Pocas variantes admite la hora. Ninguna exige apresurar el paso. Cuando me ha adelantado tan deprisa, despeinada, con la chaqueta en el brazo y el bolso colgando, enseguida he sabido que llegaba con prisas de un país diferente, exótico: la noche del viernes.