Con la bandeja llena de bebidas sobre el equilibrio de una mano, el camarero se detiene y con la otra deposita en la mesa una taza que sujeta por el platillo. Después se adentra en el barullo de la sala a rebosar. El café aún tiembla en su recipiente de porcelana cuando me miro en él como haría una efigie en el estanque que decora. La luz negra en tan diminuto sol no da qué pensar. Al lado, sin abrir, el sobrecito del azúcar mantiene su condición acolchada. Ejemplifica la tentación constante, una manera de ser menos que proporciona identidad.