Con aspavientos los peregrinos al llegar se dejan caer sobre la arena. Y luego, arrodillados, con los brazos en cruz, los bártulos por el suelo, braman sus plegarias al santo. Les espuma la boca. Miran con ojos opacos. Cada grupo que alcanza la puerta del monasterio es un alboroto de voces y una tétrica danza de cuerpos malolientes. Algún monje sale para arrastrarlos hasta el cobertizo donde los fieles se amontonan en la fe de una fútil esperanza. Traía la frente sudorosa, pero se mantuvo en pie, cerró los ojos para rezar en silencio. Sus manos hablaban, cómo no escucharlas.