Alzados sobre los coturnos de la soberbia, los actores del día se aprietan cada día en la nuca la máscara de la representación. Endurecido lino, arcilla horneada o bronce en realidad no importa, la piel se funde con cualquier materia, crece en los bordes, cubre las fisuras, asimila y se apropia. La voz, dentro, se convierte en el eco de una voz. La mirada, en el hueco de los ojos, carece de piedad. Los actos se suceden en la tragedia del tiempo. Denominan solista a aquel que abandona el coro empuñando un estilete de barro, de madera o de latón.