No duró mucho en el puesto Juan de Yepes. Tres días. Nadie preguntó quién se había preocupado por oírle antes, nadie le echó en falta después. Balbucía palabras ininteligibles el pregonero tartajoso. Enmascaraba horarios, desfiguró hasta la frase más obvia. Ninguna convención servía tampoco para descifrarle. Alargaba y acortaba los sonidos sin regla. A la tercera tarde de salir a declamar los anuncios del consistorio ya se había convertido en una irrisión generalizada. Para todos, menos para María Gabriela, que le persiguió por las calles las tres jornadas, conmovida, y aún continúa así, por la deslumbrante belleza de lo incomprensible.