Aníbal me presenta a Ezequiel Zaidenwerg en el andén de una estación de metro. Sé que vive en Nueva York y que es capaz de iniciar un prólogo mencionando una reseña de Ashbery escrita en 1957. A ambos datos, tan significativos, añado ahora una camisa estampada con flores de montaña, unos ojos de azul muy tenue y una barba algo descuidada. También le escucho hablar. Mejor sería decir que le leo hablar. Sus frases encierran dentro infinitas frases sin perderse nunca en el laberinto de la sintaxis. Entrevera una ironía sutil —que pese a no conocerle, entiendo siempre—, oscura. Literaria.