Como un juego de los de mi hermano. Los coches. Hasta los autobuses. Las personitas. Moviéndose a saltos. Con los dedos puedo sujetar lo que quiera, un coche, un autobús, un tipo que camina con prisa. Y conducirlo. Donde yo quiera; claro, siempre que yo quiera que vaya donde va. Es el problema de los privilegios fantásticos. El mío, el balcón. Me salgo aquí a mitad de cualquier cosa. Me acodo en la barandilla. Y el movimiento me arrastra. Tantas vidas en mis manos, aquí, en las alturas. Un juego. Y sin embargo, ninguna. Pero me gusta. Eso me repito.