Los habitantes de la noche se
reconocen por los aromas cultivados en la piel durante el día. El vaho agreste
del té, la fragancia de las camelias, el salitre del abrazo. Se descubren en la
oscuridad por el tacto. El cuenco de las manos se colma con el dulzor de las
mejillas, la levedad del cuello, la tersura de unos brazos. Los transeúntes de
la noche identifican su compañía en el exacto eco de las pisadas que queda
flotando sobre la gravilla del sendero. En el rumor de una respiración que se aproxima.
En las palabras que no necesitan pronunciarse.