Tras los puntos suspensivos que deja una persiana bajada o en el paréntesis que abre una cortina siempre hay alguien que observa cómo nos besamos. Ella es feliz, dedicándose solo a la artesanía de los besos. A mí me deja el papel de vigilante. Escruto los ruidos que llegan desde el interior del piso para evitar a su madre el feo de descubrirnos y controlo el lugar desde donde nos espía algún vecino. Ya ni puedo concentrarme en la tarea y casi más satisfacción obtengo al imaginarme la suya, solitaria, escondida, tan íntima, cuando así nos retorcemos en el balcón.