De niños, las páginas de tipografía de ciertos
libros crecieron como hojas de un cuaderno. Desde la primera a veces vigila una
fecha que ocupa el doble de espacio en la cuadrícula. Su obviedad poco a poco
desaparece y con el tiempo se convierte en una estaca clavada en un camposanto.
«1932». Algo estremece siempre en las fechas. De niños, los libros tuvieron peor
caligrafía, cuando las frases se ensanchan desde dentro, con ganchos que las
sujetan a una barra, frases que se pelean consigo mismas hasta merecerse.
Arrugados cuadernos donde la tinta con cada trazo transcribe sentido y
melancolía.