Entre las piedras, junto a las roderas del
camino, la brisa agita un brote de galio. A sus florecillas menudas, amarillas,
diminutas solo parece apreciarlas un escarabajo feo y rechoncho, oscuro. Planta
e insecto comparten, sin embargo, cierto secreto idilio. A su alrededor la
tarde se esmera por componer la grandiosa sinfonía del crepúsculo de verano.
Las copas de los nogales resplandecen, el trigo suelta su melena dorada que los
vencejos peinan. Entre las nubes, la lluvia ha dejado un arco iris como embeleso
de un dios arcaico. Pero nada tan intenso como la fruición que leo sobre el
pedregal.