En tardes de levante exasperado, un solitario
camina por la costa. En el estruendo irritado del oleaje batiendo contra las
rocas lee los sonidos que jamás saldrán de su instrumento. Junto a los muros
desolados de la fábrica, sorteando desguaces e inmundicia, un paseante absorbe
el espantoso rugido de la maquinaria. Atiende a cada una de las estridencias
que nunca ha de pronunciar su instrumento. Durante las riñas obscenas de la
taberna portuaria bebe su vino déspota el músico. Estudia la partitura que no soplará
en la boquilla de su instrumento. Conociéndola preservará el dulzor y la
candidez del clarinete.