Me detuve junto al viejo molino a secarme el sudor con un pañuelo. Sus paredes, un poco más hundidas, me hicieron soñar que todo estaba como entonces. Por la curva apareció un grupo de niños. Me vi entre ellos. Se me quedaron mirando, los ojos como platos. «¿Eres forastero?», me preguntó el más alto mientras se agachaba para coger una piedra del camino. ¿Forastero, yo? Me reí. Podría ser vuestro abuelo, les grité acercándome. Decidme vuestros nombres de familia. «Forastero», chilló otro y la primera piedra impactó en mi ceja. El pañuelo, que aún estaba en mi frente, quedó empapado.