Los nombres de aquellos que un día se marcharon solos al amanecer, con un hatillo al hombro y poca comida dentro, los seguimos recordando, pronunciándolos en cualquier conversación, hasta que empiezan a desgastarse, igual que ocurre con sus rostros, o se confunden con los de quienes habían partido antes y ya no conseguíamos distinguir unos de otros. Pero algo en la memoria los mantiene ahí, a pesar de los años, y si un día, en una calle, alguien se cruza con un mozalbete de ciudad y le mira a los ojos, sabe quién es el padre y cuándo se fue.