En un camino encuentro al perro de Penélope. Gruñe, amenazador. Inclina la cabeza, como dispuesto a atacarme. Se me ocurre, para calmarlo, decirle: «¿No me conoces? Soy Ulises». De repente cambia el gesto, me mira, abre la boca y deja caer la lengua, que babea como una sábana tendida en una calle de Nápoles. Mueve el rabo con fuerza. Se acerca a mí, conciliador. Lo acaricio y se deja acariciar igual que si fuera su amo. La rabia entonces empieza a morderme por dentro, ¿y si Ulises no hubiera regresado nunca y todo hubiera sido una estratagema de otro pretendiente?