Están escritos solo para mí. El viento desordena las trenzas sin deshacerlas, los cabellos vibran tensos sobre la cabeza. Azota también la cazadora, aplastándola contra el cuerpo en la dirección en la que sopla. El mar, un bebé despertado por el hambre en la cuna, berrea desde su lecho, espuma con violencia y se disuelve dejando sobre la arena la viruela de su huida. Los nubarrones agotan los grumos de pintura oscura en la paleta del paisajista. Nadie aparece por los horizontes de la enormidad que despeina. Escenificación a la que le basta una mirada que sea capaz de leerla.