Con cierto estupor compruebo, en el salón de un cinematógrafo abandonado hace años, qué escasos elementos constituían su fascinante realidad. Filas de asientos entre altas paredes desnudas. Nada más. El polvo adormece el satén de los tapizados. Grietas y cuarteados del yeso que se desconcha simulan los arduos trabajos de un pintor informalista. Los apliques extirpados de cuajo como bocados de un hambriento ser fantástico. Jirones de la vieja pantalla, descolgada a sacudidas. Nada de lo que veo consigue evocarme lo que he vivido en las tardes de cine, en otros cines. La memoria, hoy un libro con páginas arrancadas.