Había empezado por casualidad. Un día decidió usar la bañera en lugar de ducharse porque le habían regalado, en un amigo invisible, un saquito con sales. Teñida de rosa, el agua le parecía pintura y la piel las cerdas que untaba. Se acordó de una fotografía de los años sesenta que retrataba a una mujer impregnada en pintura dibujando con su cuerpo figuras en el suelo al ser arrastrada por otra. A tanto no iba a llegar, pero salió de la bañera, despreció la toalla, y admiró cómo las traslúcidas salpicaduras ilustraban con sus brillos el parqué del piso entero.