El atardecer construye paredes de adobe en el horizonte. Los ha dejado secar al sol durante el día en un baldío que desde babor ni se imagina. Pero basta levantar los ojos del agua para comprobar con qué premura alza el muro de la oscuridad. El que nos encierra en el gineceo con única y pálida ventana. Nos quedan los juegos con las manos, el peine con el que enmendar las travesuras del viento y los ojos, que donde no logran ver nada siempre miran el bosque de olivos cuyas ramas, de niña, me asustaban tanto como ahora la noche.