La taza de té te mira. Taimada, sus suspiros dibujan en el aire figuras huidizas. Desde el reposo le gusta verte. A veces únicamente atisba la mano y el brazo, que pasan por encima y regresan con una galleta de avena. Otras, te ve pensando, si te quedas pensativa frente al líquido áureo. Y te observa. También cuando te acercas con el tarro de la miel y una cuchara de dulzura que viertes. O, en invierno, al entrelazar las manos frías alrededor de la cálida porcelana. La taza habla, igual que lo haría un espejo que reflejara solo la ausencia.