En la estación de autobuses de
Belgrado hemos subido al que va a Voivodina. Ruidosos, alborotados, mis amigos
se instalan en la última fila. Nada más sentarse, cantan y ríen. No sé por qué
me quedo despistado junto al conductor, quizá pagando, y al darme la vuelta para
unirme al grupo en el segundo salto me detengo. Junto a la ventanilla, en la tercera
fila, una muchacha me devuelve la sonrisa con la que me burlo de mis
compañeros. A su lado, un asiento vacío.
La miro, los miro. Un dilema. Ellos tan divertidos, ella tan silenciosa. Ni lo
dudo.