En la cuneta de la carretera, a la sombra de un laurel, el ciclista, tres veces cuarto en La Grandíssima, se limpia la cara con la camiseta. «Eres Hölderlin», le reconoce Eugénio, que pasea con una cesta de mimbre en la que recoge frutos de árboles silvestres: «Pero si estás llorando». «Es el sudor, que me ha entrado en los ojos», torpemente se excusa. «¿Quieres un melocotón? Está recién cortado». Friedrich acepta. «Me he detenido —confiesa— porque de repente no he sabido si corría tras el amor o estaba huyendo de él». «¿En bicicleta? Si no hay lugar para dos».