Cada árbol abatido por la tormenta, mal encajado entre los troncos erguidos que el viento zarandea, se convierte lentamente en un libro. Lo abraza la hierba como si quisiera compensar con su verdor la sequedad del caído. Las arañas se dan prisa en vestir los huecos que deja la definitiva quietud. Conforme la humedad va abriendo grietas en lo que fue edad, una población de escribas se distribuye por su interior para caligrafiar con signos algo cuneiformes la memoria del bosque. Un libro en el que todo queda inscrito para que nadie lo lea. Para que lo deshaga el tiempo.