Compro en un puesto del
mercadillo donde solo hay cerezas —hermosas, gordas, brillantes, apetitosas— un
cuarto de kilo. La mujer recorta un pedazo de papel de estraza, hace en un
instante casi de magia un cucurucho y lo llena con cerezas que elige de la parte
posterior del montón que muestra. Me voy contento, feliz, ansioso por probar la
delicia de los dioses. Pero abro el cucurucho y dentro solo hay un montón de
cerezas, todas, sistemáticamente todas, podridas. Ni siquiera se me ocurre ir a
reclamarlo: me ha regalado la más cruel de las metáforas por un precio
ridículo.