Las palabras, en el patio del texto, vagan aburridas de una esquina a otra. Si supieran jugar a las cartas, se dicen, al menos matarían el tiempo. Bostezan. A veces forman un corro para contarse secretos, pero se quedan pensativas y pronto descubren que no guardan ninguno en el cofre de sonidos con que se visten. Contemplan las ventanas de la página, aunque sus postigos cerrados les ofrecen únicamente un panorama marrón oscuro con desconchados. Solo cuando abre alguien el libro y por sus ojos se cuela en lo escrito la luz, empiezan a jugar y a divertirse, las palabras.