Las flores se visten con tejidos leves, tan delicados, y con colores joviales, tan excelsos. Solo poseen vestuario de verano. El calor las hipnotiza. Les da intensidad, fragancia, belleza. Absorben la luz con descaro. Es su territorio. Su conquista. Por ellas, por su levedad y colorido, existe el resplandor. Lo saben. Su vida eterna —se diría— se compone de momentos efímeros. A veces brevísimos días, instantes casi fugaces que tejen unos con otros lo que permanece. También las palabras que las nombran comparten esta condición. Florecen en la mirada de quien las lee y se marchitan guardadas en los estantes.