A los ocho años, Rosalía de Castro vive en una aldea
Las campanas de la iglesia de Ortoño dan las horas. Una de las vacas que va de camino al establo les responde con un mugido seco, áspero. La sotana vieja de sus sillares ni se inmuta. Un moho oscuro, ennegrecido casi, le cierra ojos y oídos a la piedra. Al ternero que se aparta para arrancar la maleza que prende junto al muro el can le ladra. Da un respingo y regresa al sendero. Con una vara la niña que conduce el rebaño se detiene y en el lodazal dibuja una palabra que no ha aprendido en la escuela: paxariño.