Evoco, siempre que viene al caso, a Eduardo Moga en un baño romano de la
provincia interior, tumbado en el tepidarium de inicios del verano. Su túnica de lino
blanco descansa en una silla curul bajo la pérgola y sobre ella siempre olvida
un libro como quien fecha el manuscrito de su vida. Mientras hidrata su
sabiduría con el amargor de una cerveza lo que más me gusta compartir con Moga
es su risa de niño pequeño gigante. Y los escritores que ama. Dicen que se
acercan los nuevos bárbaros, las pantallas; nosotros continuaremos en los baños
romanos del papel.