El ojo miope de una sucia
claraboya cuela de vez en cuando, si no hay nubes en el cielo, los únicos
rayos de sol que entran por una esquina en el taller del orfebre, un altillo
bajo el tejado sin otro vano, ni siquiera una puerta. Una trampilla en el suelo
hace sus veces. Un candil, tan noctámbulo como él, es su única compañía. Lo
apaga antes de tumbarse en el camastro, a veces entrada la mañana. Si luce
el sol, sin llegar a verlo recoge su luz en un cuenco donde baña los anillos
o el colgante recién moldeados.