En el teatro-sala de baile de un pueblecito ampurdanés, desaparecido entre la niebla, Fernando celebra su fiesta. Unos bailan, otros hablamos, y cuando se apagan las bombillas para que luzca un pastel tamaño colosal, las velas prenden en un cinco y un cero. Luego los altavoces se callan y suena un dúo de violines que tararean casi con voz humana. Si no fuera porque nadie ha aparecido con sus discos bajo el brazo —la música está dentro de un ordenador— se diría que cumplimos veinte años. Entonces estaba todo por hacer en la vida: y ahora también. Somos un desastre.