Un timbre amarillento devuelve su espesura de yeso que ha cuajado al rellano. Aquella pesadez blanca y húmeda, tiznada sólo por voces distantes que atraviesan muros, esculpe cada movimiento. Los dos, cara a cara, se miran a los ojos, tardan en abrir, y una mano se posa sobre su espalda, atrayéndolo con ternura hacia el pequeño fuego, apenas cuatro palos, hojas secas, unos cartones viejos, que se acababa de prender en aquel rincón de la noche. Si la ternura es la cara opuesta de la lujuria, cuando la moneda echa a rodar por el aire el resultado siempre es incierto.
II
Al caer la moneda sobre la losa, la bruma impregna el suelo con una baba oscura y la cara de la ternura deja en la piel del muchacho la cicatriz de una confusión. El amor agita el estandarte de lo aéreo mientras el fuego consume arterias secas y músculos astillados. El amor, imposible ternura, podrá esconderse tras dos puertas que, frente a frente, suspiren por el idílico momento en el que la brigada de derribos, con sus palas y piquetas, les ofrezca una posibilidad, utópica, de reunirse y abrazarse al cabo de tantos años en el montón de los escombros.
II
Al caer la moneda sobre la losa, la bruma impregna el suelo con una baba oscura y la cara de la ternura deja en la piel del muchacho la cicatriz de una confusión. El amor agita el estandarte de lo aéreo mientras el fuego consume arterias secas y músculos astillados. El amor, imposible ternura, podrá esconderse tras dos puertas que, frente a frente, suspiren por el idílico momento en el que la brigada de derribos, con sus palas y piquetas, les ofrezca una posibilidad, utópica, de reunirse y abrazarse al cabo de tantos años en el montón de los escombros.