Sobre la acera leo la caligrafía de la mañana, las sombras de los árboles dejan estrechas franjas para que el cálamo de la luz trace sus efímeras inscripciones. Alguien, que se ha desprendido de un cigarrillo, inserta un humeante diacrítico entre la pureza de las líneas solares. Servilletas y pañuelos de papel arrugados conviven con las hojas de los plátanos, arremolinados por el viento de la víspera; se esparcen sobre los jeroglíficos matinales como signos de un humilde alfabeto que aguarda el final de las civilizaciones aéreas para imponer su pequeñez, su cualidad de hormiga gráfica, tan insignificante como perenne.