lunes, 29 de abril de 2013

Proustiana / 11


En su ático la memoria celebra hoy una fiestecita. Acuden los recuerdos en su versión más elegante. El maquillaje desdibuja arrugas y la seda le da encanto a aquello que no lo tuvo nunca. Les veo llegar a mi pesar, aunque cierre los ojos. Y cuando la música sube de tono insisto a la policía del sueño para que intervenga de inmediato. Inútil. Entre ellos bailan, se rozan, gritan y beben el licor de la realidad que les embota y les hace sudar. Camisas fuera de los pantalones, blusas desabrochadas, rímel corrido. Cada vez más parecidos a lo que fueron.

sábado, 27 de abril de 2013

Half Moon Street


Cuando regreso a casa, a veces, entre la neblina nocturna que frecuenta el río asoma una media luna algo encogida, triste, vagabunda, a la que siempre he pensado que me parezco. Una luna cada vez más escuálida que se va de la ciudad y toma un tren cuya partida nadie acude a despedir. Un cuello encorvado que rodea sin gracia una gargantilla de humedad. Es el frío de su mirada perdida, tal vez, lo que me atrae de ella, lo que me asusta en mí misma cuando salgo del pub a medianoche y encaro la ruta hacia la luna nueva.

jueves, 25 de abril de 2013

Portobello Road


Era la única de clase que tenía que levantarme todos los domingos de madrugada. La única que, desde pequeña, ayudaba a cargar los fardos en la furgoneta, y luego los descargaba mientras padre levantaba la parada con hierros y plásticos, y madre distribuía con primor faldas a un lado, calcetines a otro, cada blusa colgada en su percha. Los domingo, en la misma esquina de Portobello. Siempre la misma ropa delante y rostros distintos que desfilaban. Así el día entero, como ven las actrices el teatro, pero sin asientos ni teatro. Sabiendo que lo vivía todo al revés. La única.

martes, 23 de abril de 2013

Cecil Court


Cecil me dijo que era su nombre. En la mano llevaba un libro. Viejo, con la sobrecubierta amarillenta y rota. Un libro de esos que al leerlos huelen a humedad, como si las palabras dentro hubieran empezado a pudrirse. ¿Eso es lo que piensas?, respondió a mi ocurrencia. Supe que había tomado la línea equivocada. A veces es difícil dar la vuelta. Cuando abren las puertas un alud humano se precipita a entrar y uno se resigna a seguir. Aunque el símbolo ya ha quedado dentro. Lo sé por las librerías de viejo que frecuento, desde entonces, en Cecil Court.

sábado, 20 de abril de 2013

Becqueriana / 12


Las paredes recién pintadas, como los versos acabados de escribir, anhelan colorear a quien pasó el rodillo por su superficie. Por eso los pintores visten camisa y pantalones blancos, que la pintura fácilmente puede impregnar con su caligrafía amorosa y casual. El caso de los versos es menos claro. Hoy ya nadie se ajusta la corbata para medir un endecasílabo, pero cómo agradecía el metro ese cosquilleo sobre la parte inferior de la hoja. Los poetas escriben vestidos de pintor, unos. Otros, de decorador. De ahí que sea tan fácil distinguir las manchas que la lavadora se apresura a borrar.

jueves, 18 de abril de 2013

Becqueriana / 11


Les dice «Ahora vuelvo, no os larguéis» y se adentra en el callejón con el gesto de quien aparta una cortina. La oscuridad es lo que busca, lo descubre mientras se desabrocha la cremallera y trata de localizar el hueco. Con cierta prisa. Había decidido beber una cerveza y lo ha cumplido tres veces. De ahí la urgencia. Se curva, hombros atrás, cintura hacia delante. Orina. Desde la esquina lo veo. Un chorro que dibuja un arco sobre la pared en la que nos habíamos apoyado para besarnos. Se sacude. Cuando vuelve, sus amigos se han marchado. Tampoco me consuela.

martes, 16 de abril de 2013

Becqueriana / 10


Escribiré algún día —me dije— un diccionario de calles. Las calles figurarán con su nombre, cómo si no podrán encontrarlas, y a cada una le adscribiré una palabra. La palabra que, cuando recorro sus aceras, cruza por mi cabeza. La cabeza no siempre está donde se ubica, con frecuencia convive con otras calles que acaso ni siquiera conozca, con otro ángulo de luz sobre el agua de los estanques, pero siempre atraviesa los dos mundos un mismo término. Tantos términos como he evocado, aun desconociéndolos, anotaré en cada entrada de mi diccionario. Los diccionarios —me dije— no sirven para nada.

domingo, 14 de abril de 2013

Margaret Street


La niebla cubre la ciudad con su ceniza. Llueve sin ganas, casi por compromiso. Con idéntico estado de ánimo he salido a comprar algo para la cena. Al cruzar Margaret Street echo un vistazo hacia la calle. Algún borrón que se mueve y al fondo, en la avenida, el paso nómada de los autobuses, enganchados como vagones. Los faros de un coche se acercan. Me quedo en esta esquina, apoyado contra la pared. No se podría decir que vea algo, pero tampoco que no vea nada. Es raro. La lluvia va haciéndose con mi gorro, mi gabardina. Todo yo niebla.

viernes, 12 de abril de 2013

Langham Street


Detrás de la iglesia, las lápidas alineadas, aunque a suficiente distancia, dejaban un corredor de hierba perfecto para jugar a fútbol. Lo peor era marcar un gol, porque si gritábamos salía el párroco de Langham dando voces y en ocasiones ni nos daba tiempo a salvar la pelota. Peor aún, sin embargo, hubiera sido celebrar un gol en silencio. Así que nuestros partidos acababan siempre uno a cero. Marcar y salir corriendo era lo mismo. Es lo único que recuerdo del lugar donde nací. Nos vinimos a Londres, debuté con el Sutton, y en el banquillo añoro nuestro cementerio.

martes, 9 de abril de 2013

Carnaby Street


«En Carnaby Street empezó todo», le oí decir un día. Yo tenía once años. Regresaba del colegio y él tocaba con sus amigos en el sótano de casa. Me llamaba, «Ven ricura», pero mi madre no quería que bajara. Luego se enfundaba su cazadora tejana, aunque estuviera nevando, y se iba. Cuatro, cinco días. Por las noches, a través de las paredes, oía sus gemidos. «Hemos andando de gira», se justificaba siempre mi padre al volver y aquella noche los dos reían hasta la madrugada. Lo recuerdo cuando estoy desecha, al salir de la tienda donde trabajo, en Carnaby Street.

domingo, 7 de abril de 2013

1960

Luis Cernuda va al cine en Coyoacán

En la parada, el tranvía traza un charco de sombra rectangular. Por ese costado se salta desde la plataforma con engaño. El empedrado hierve, pared contra pared con el infierno. Y cuando el trole empiece a echar chispas y un repentino estruendo lo aleje, el sol ya habrá anegado la avenida y la tarde. Lo veo cruzar entre carros y algún que otro vehículo que vigila de reojo. Traje de lino, camisa cruda, sombrero claro. La boca pintarrajeada del palacio del cinema está a punto de comérselo, engatusando su blancura con la grata oscuridad del tiempo sin densidad de tiempo.

viernes, 5 de abril de 2013

1913

Boris Pasternak escribe el poema «Noche de invierno» 

De camino a la ciudad el tren arrastra mercancías que no pesan. La luz que parece fundir al este el sudario de nieve en los campos. Aunque la carga sea el saco de patatas colgado junto a las maletas que desprende arenilla sobre los viajeros dormidos, tampoco pesa. Ni pesan las cartas que en la ciudad he de certificar, los libros que el viejo Rabinad me habrá guardado bajo la mesa camilla, apilados encima del brasero que no enciende nunca, el balcón que reflejará el sol del crepúsculo cuando parta el tren de regreso cargado con el fardo del vacío.

miércoles, 3 de abril de 2013

1919

Juan Ramón Jiménez publica Piedra y cielo

La rosa. Y cuando se siente deseada, se sabe rosa deseada como cualquier rosa. Como la rosa que brota en otra rama. Rosa como rosa, no como ella, capaz de iluminar y rendir con su color y fragancia. Rosa sola, que lo es. Rosa sublime, que lo es. Rosa entre las rosas, su única ambición. La rosa. Y cuando el tiempo deje sobre sus pétalos la huella de sus pisadas. Y cuando una cenefa oscura marchite su esplendor, cómo seguir siendo sola, sublime, singular. Cómo continuar manteniendo su esencia de rosa, de rosa deseada por ser ella misma, ella sola.

lunes, 1 de abril de 2013

Becqueriana / 9


Durante esa hora extraña del inicio de la tarde, cuando la razón cae en un insípido duermevela y las palabras rezongan entre sí, atropellándose, crispadas, qué sé yo, entonces tomo la mano del sinsentido y la acaricio solo con las yemas de mis dedos, como levitando sobre su piel incomprensible. Es solo un momento, ese tonto de los culebrones en el televisor y de las tacitas de café con los bordes manchados sobre las mesas sin recoger en los restaurantes. Nos tomamos de la mano, lo irracional y yo, y nos lanzamos promesas con la mirada. Un instante, nada más.