lunes, 27 de septiembre de 2010

La montaña, y 7


Ni bajo la quietud del mediodía.
Ni lo ocultan los cantos de los pájaros.
Ni la inocencia de la brisa amable.

No cesa, aquel estruendo, ni el remanso
de luz lo ahoga. Aquel triscar de ramas,
al principio, de árbol que se inclina,
chascar de árbol que ya no es árbol.

Tronco, astillado leño, las luciérnagas
brotarán de tu piel como de un sueño.

Y al verte ahí tumbado, yerto, emerge
del mediodía, de la brisa y el canto
el atronar de tu altura perdida.

Hundido cada vez más en la tierra,
sigo oyendo tu muerte. La indolencia del bosque.

jueves, 23 de septiembre de 2010

La montaña, 6

A tus laderas escarpadas, lejanas cimas e intrincadas sendas vienen buscando, montaña, a quienes ya no son. Mientras tú seguías impertérrita y mantenías inalterables tus exigencias, los humanos inventaban mil modos de caminar sentados, alterar las condiciones del aire, ascender a los cielos o viajar por donde sólo corrían las aguas, siempre gracias a ruidos, zumbidos, estridencias. A ti llegan ahora, y, lo que resulta más chocante, emprenden con entusiasmo la caminata como si nunca hubieran existido coches, aires acondicionados, aviones, metros, imprescindibles para poder moverse. Dicen que es por la belleza, pero no es cierto. Es por tu silencio.

sábado, 18 de septiembre de 2010

La montaña, 5

Hay idilios estáticos —como el que mantienen las puertas que comparten rellano— y amores dinámicos, igualmente imposibles, como el que sienten las nubes por la montaña. Desde el valle, con el carrusel del arroyo por almohada, se sigue con deleite la inagotable seducción con que las nubes la acechan: acariciándola o haciendo que la acarician. Se acerca una pequeña, juguetona; luego llegan otras, con argumentos de amor inflamado, que la cubren con su blancura dúctil y envolvente. Por la tarde el corazón de piedra de la montaña las desespera y las nubes se enfurecen, le gritan, la maldicen, echan chispas.

lunes, 13 de septiembre de 2010

La montaña, 4

A veces pienso en el despego de estos tiempos que te han convertido en una estampa, quiero decir, que sólo sirvas, montaña, para que elijan tu imagen las jovencitas y dibujen en el reverso un corazón. ¿Qué pintor hoy llegaría aquí para pintarte sin que le miraran con la condescendencia con que se trata a un jubilado? ¿Qué poeta escribiría versos aquí que pudiera ensalzar un crítico de suplemento cultural? Es más: quién acude a ti para saber. Sólo te quedan taxonomías: insectos, vegetales… ¿Qué conocimiento hoy buscan los humanos en ti, montaña? Todo ha sido trasladado a otra parte.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

La montaña, 3

El camino —abrupto, áspero, angosto— sigue hacia delante: la única promesa ante el sufrimiento —la anchura del circo, el frescor del manantial, la gran cascada—, la dicha. Pensar en los símbolos es siempre más llevadero que encarnarlos. De todas formas, no está claro qué da sentido a qué, si el camino a su símbolo, o si su símbolo a la caminata. Si caminar fuera como vivir, la jornada tal vez resultara un poco más ardua: sin veredas, sin nombres, sin oriente. Creer en símbolos gratifica: simplifican los significados complejos, y complican los significados simples: ¿este mero andar, la vida?

domingo, 5 de septiembre de 2010

La montaña, 2

Cuando los humanos estaban hechos de un mismo bloque de piedra, como tú, montaña, los libros que escribían se transformaban en cada lectura; su eco variaba con los tiempos y las generaciones. Ahora son los hombres los que combinan diversas personalidades según la hora del día, o de la noche, los que comparten cuatro o cinco identidades a la vez. Los libros que escriben, sin embargo, cada vez son más uniformes, más iguales, más funcionales… como los adoquines con los que sueña el empresario al ver tus laderas. Y ya no son imprescindibles como tú, montaña, sino salidos del obrador.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

La montaña, 1

La senda se abre paso por el bosque y más tarde atraviesa el claro. Donde cruza el torrente unas piedras alineadas de superficie seca indican la dimensión de la zancada. Asciende por la ladera y serpentea. La umbría descompone la luz como lo haría una bola de espejos en un baile de provincias, con la misma magia, ingenua y anticuada. A veces, la impresión de que el sendero tiene un final sólo la da el montañero de regreso que apenas alza la vista para saludar. Su gesto cansado se lee igual que un mapa. Y es ya el único anhelo.