martes, 27 de septiembre de 2016

H \ instantánea 2


La imagen que uno tiene es fugaz y en contrapicado. Casi en nadir. La palabra Quirófano en el dintel de una puerta. Entra también en la visión el gorro del camillero, que es colorido y de fantasía, y entretiene del pastoso marrón del embaldosado en las paredes que cruzan otros gorros. Lugar que, precedido del cartel de «Prohibido el paso a toda persona ajena», permite entrar a quien solo ve un techo de placas de yeso y focos que deslumbran mientras mantiene una conversación con el anestesista, a cuyas preguntas falsamente animadas solo da una única respuesta: sí, quiero despertar.

sábado, 24 de septiembre de 2016

H \ instantánea 1


Un estor bajado tamiza la luz, filtro que los fotógrafos de irrealidades usan con pericia. En el centro, la cama es un altar blanco, impoluto. Sin mácula del tiempo o del dolor que ha albergado. Una habitación vacía de hospital purifica la desmemoria. Paneles blancos sobre las paredes blancas. Blanco mobiliario. Ambiente grisáceo, cúbico, rectilíneo. Lugar en el que parece no haber ocurrido nunca nada. Altar de una religión áptera. Artilugios metálicos para ritos extraños. Perfección casi inhumana para una ocupación contradictoria. Se está y no se está en el cuarto, como paréntesis en una frase donde se ha dudado.

martes, 20 de septiembre de 2016

1966-«A sangre fría»


Inaudibles bajo el crepitar constante de los teletipos, los pasos del anciano vigilante nocturno se acercan por el pasillo. ¿Eres tú, Christopher? Y en la ninguna respuesta el reportero novato y pringado de las madrugadas sabe quién llega: ¿Has sido joven alguna vez? ¿Aún recuerda tu palidez la luz del día? En una esquina de la redacción el solitario Truman dispara preguntas hasta que le silencie un sorbo de humeante café. El uniforme de segurata, con Marlowe dentro, se sienta: Lo que darías para que te respondiera a una sola de tus preguntas —dice despacio, con sonrisa de ángel perverso.

martes, 13 de septiembre de 2016

1965-«El guardián del vergel»


Un pegote de barro, las botas. Y solo a la vista un escueto fulgor de piel curtida en la parte alta de la caña. Y a esa altura, la cantonera de la culata. Era lo único que el chico veía, tras los matorrales, del cazador furtivo. Sabía qué continuaba hacia arriba y también que se llamaba Thomas Hobbes, pero era mejor que no le oyera. Inmóvil, Charles apenas se atrevía a respirar el aire húmedo del bosque. La boca abierta. Había visto pasar el ciervo que perseguía, pronto iba a desaparecer, pero del tenso, interminable, instante se defendió llamándose Cormac.

viernes, 9 de septiembre de 2016

1964-«Algunos muchachos»


¡Ah de la casa! —gritó Faulkner, el carbonero, sombra asomada a la sombra del zaguán. Le contestó el rítmico chasquido de una cuerda contra las losas. ¿Hay alguien? —insistió el destello blanco del blanco de los ojos ennegrecidos. Chas, chas, chas… Nada interrumpía la única respuesta. Niña, sal del escondrijo y dime si puedo dejar los sacos. El traquido y su eco siguieron como único diálogo. Me llamo Ana María —dijo al rato Ana María— y me has hecho perder la cuenta. El hombre enharinado de oscuridad la vio ahora en el encuadre iluminado. Y además, no te tengo miedo. 

martes, 6 de septiembre de 2016

1963-«Los timadores»



—Me gustan tus historias, Sófocles. 
—Gracias, muchacho. 
—Pero me intriga una cosa. ¿Por qué tratan siempre de padres e hijos? 
—¿Cómo te llamas, chaval? 
—Jim. Me llamo Jim. 
—Bueno, Jim. ¿Qué hay en este mundo que no pueda ocurrir entre padres, madres, hijos e hijas? 
—Si lo planteas así. 
—¿Qué pasión existe que no pueda reflejar un padre frente a un hijo o un hijo frente a un padre? 
—¿Sabes qué?, me gustan tanto tus historias que te daría un pavo. 
—Vale. 
—Pero solo tengo un billete de diez. 
 —¿Ese tan doblado? Te devolveré nueve. 
—Sigue hablando Sófocles… mientras cuentas.

sábado, 3 de septiembre de 2016

1962-«Los clavos en la hierba»


No duró mucho en el puesto Juan de Yepes. Tres días. Nadie preguntó quién se había preocupado por oírle antes, nadie le echó en falta después. Balbucía palabras ininteligibles el pregonero tartajoso. Enmascaraba horarios, desfiguró hasta la frase más obvia. Ninguna convención servía tampoco para descifrarle. Alargaba y acortaba los sonidos sin regla. A la tercera tarde de salir a declamar los anuncios del consistorio ya se había convertido en una irrisión generalizada. Para todos, menos para María Gabriela, que le persiguió por las calles las tres jornadas, conmovida, y aún continúa así, por la deslumbrante belleza de lo incomprensible.