martes, 27 de octubre de 2015

Becqueriana / 78


Escribas de los designios de la lluvia, artesanos del barro de las palabras, el lenguaje es la piel donde, al ser acariciados, se estremecen los cuerpos. Con más realidad que la realidad, las metáforas se encuentran, se cubren unas a otras con la saliva de los besos, se comunican extensos códices en el contacto de sus lenguas, las manos tañen con sabiduría el instrumento que produce el suspiro más dulce. Las metáforas se despeinan, sudan, gimen. Amanuenses de la disposición de los guijarros en los caminos, menestrales del metal de los sonidos, desnudamos el lenguaje para abrazarnos en su interior.

domingo, 25 de octubre de 2015

Becqueriana / 77


La melodía del bosque suena. Los pasos firmes, su armonía lenta. Una música que se baila con los pensamientos sosegados, casi detenidos, los ojos sin dar abasto, las manos nómadas entre la maleza. Una luz tenue, que la fronda protege de estridencias, moteada por destellos sobre aquello que se ve. Un sin nadie que es al mismo tiempo una multitud. El bosque. La inmensidad íntima. El lugar donde las horas viajan a lomos del diente de león acabado de soplar. La senda que el caminar traza le conduce a cada uno a sí mismo. Palabra, espacio, instante. Crepitación de hojarasca.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Cuaderno de tapas rojinegras \ y 45


La lluvia deja caminos de agua en la ladera, cauces tumultuosos que dan saltos infantiles sobre las rocas, que serpentean entre los árboles o que corren hasta quedarse sin aliento. Ofrece una prosa exuberante escrita sobre las hojas, sobre la arena, sobre las piedras; en cualquier parte su caligrafía brillante y húmeda atestigua su paso. Interpreta melodías de exquisita belleza, el goteo de un canal de desagüe en el tejado, el murmullo nervioso de un torrente o arrullo de un arroyo por el prado. Hay que leer la lluvia con devoción de discípulo. En ella uno aprende a pasar inadvertido.

jueves, 15 de octubre de 2015

Cuaderno de tapas rojinegras \ 44


La granada es el único fruto que muestra con orgullo la pátina del tiempo en su piel. Cuadro expuesto durante años junto a una ventana, el polvo de las estaciones ha oscurecido sus colores. Bronce que culmina la piedra blanca de una fuente, la intemperie ha escrito su épica ciega sobre los antiguos destellos. Es también el fruto con mayor densidad en su interior. Es a las frutas lo que los rascacielos a la ciudad. No resulta fácil descascar una granada. Hay que utilizar los dedos con el arte que admiro en las manos al rondar por un cuerpo emocionadas.

sábado, 10 de octubre de 2015

El pabellón dorado [27]


Escribir es una incisión. Aunque no pueda leerlos, me seducen los libros impresos en tipografía. Los antiguos. Cuando cada letra producía una hendidura en el papel. Una señal del paso de la escritura por su trama. Leerlos, creo, será como ir excavando con los ojos las palabras en la duna de la página. Así lo imagino. Los libros de ahora, sin embargo, no se distinguen en absoluto de las hojas en blanco de mis libretas. Idéntica lisura. A veces escribo sobre otras escrituras volátiles sin darme cuenta. Escribo, fijo una marca en la superficie del tiempo para que la transporte.

miércoles, 7 de octubre de 2015

El pabellón dorado [26]


También me gusta escribir. Me imagino mis libretas llenas de garabatos. Sin embargo, cuando alguien me ve trabajar se sorprende siempre de las páginas en blanco, una tras otra, que voy dejando atrás. Disfruto con los chistes que inmediatamente se me ocurren para burlarme de la ingenuidad de los videntes. «Sí —les digo muy serio—, es una ventaja. No se tiene nunca miedo a la página en blanco». Qué incómodos les presiento. Y cuando me ven con la regleta y el punzón añado: «Y no me mancho los dedos nunca de tinta». Se ríen con cierto temor a reírse.

viernes, 2 de octubre de 2015

El pabellón dorado [25]


Leo. Me gusta leer. Tiene algo de melodía interpretada en el piano. También de caricias sobre un cuerpo soñado. Cuando leo que el personaje de una novela roza con sus dedos los hombros desnudos de la amada son mis dedos los que acarician las palabras que evocan la espalda de la amada. Hay un punto en el que el tiempo de lo leído y el tiempo del lector se confunden. Se enredan. Y al leer no solo conozco, sino que actúo dentro de la historia que leo. Siento a través de la piel lo que experimenta quien lo ha escrito.