viernes, 23 de diciembre de 2011

Mínimo cuento de Navidad

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Dijo: Bu bu Navidad. No nevaba. Apenas pasaban coches por la calzada, pero no hacía ni frío. En los cuentos de Navidad nieva. Hay ángeles en las cornisas, bolas de colores en el cielo. La negrura de hulla en la suela de los zapatos que deja una sangre oscura en las hendiduras que quedan en la nieve que no hay. Y al pasar oí como decía: Fu Fu Navidad. No vi a nadie. Nadie me acompañaba que pudiera oírlo. Solo la voz y yo. Iluminadas detrás de las cortinas y visillos, las ventanas tampoco miraban. Respondí: Feliz Na Na Ná.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Cupidesca ocho

Una y otro, en ambos extremos, sujetan el tiempo que refleja el gran espejo de la sala para que no llueva sobre la barra. El bandoneón en el suelo, la orquestina se ha retirado. En el cuchitril que un letrero desdentado llama «camerino» el mate va de mano en mano, y el que fuma ha salido a la pista a pedirle un pitillo a alguna de las bailarinas. Una y otro esperan el final de ese descanso para conocerse, ahora atentos sólo a los intervalos polvorientos que pinta la luna. El contrabajista chisca el mechero. Una chica estira sus medias.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Cupidesca siete

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En la ciudad las multitudes horrorizaron al pensamiento humanista. Hoy no asustan a nadie. Poetas y filósofos acuden cada domingo al estadio, tan campantes. En el poema Anfield Stadium, Bonilla escribe: «y somos una multitud de unos que suman uno». Buena reducción del horror vacui de las multitudes: suman uno con nosotros, ¿por qué temerlas? Es más, ¿por qué no amarlas, si juntos sumamos lo mismo que uno? Amemos la multitud; invitémosla a casa, a nuestro cuarto, entreguémosle el cuerpo, nuestra intimidad (¿nuestra identidad?). Porque en la ciudad a la multitud lo único que le horroriza es el pensamiento humanista.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Cupidesca seis

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Al levantar la cerveza un círculo de humedad me observa beber mientras mis ojos viven otra vida. Con el leve crujido del velcro al despegarse el vaso ciega de nuevo aquella protuberancia de agua que las luces de neón desfiguran sobre la mesa, testigo único de un sueño. No hay más oleaje que la piel desnuda. Y al cristal sudoroso de la bebida permanece anudada la amarra que sujeta mi cuerpo al muelle de la realidad. Pero el alma, ay, las almas. Ella se da la vuelta y en la mano agita el infinito, a un paso de la epifanía.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Cupidesca cinco

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—¿Te gusta?
—El papel es guay.
— Me pasé la tarde envolviéndola. ¿Y el lazo, no te parece lindo?
—Sí. El lazo. Está curioso.
—Y, ¿no te gusta?
—No, yo no he dicho eso.
—Pero como te fijas en el papel de fuera.
—No, no es eso. No seas mal pensada.
—Entonces, ¿te gusta?
—Bueno, sí. Lo que pasa es que.
—Es que qué.
—Pues que solo es una palabra.
—Sí, eso es, exactamente eso.
—Una palabra. Pensaba que era un regalo.
—Y lo es. Es tu regalo de aniversario.
—Ya. Una palabra: «Verano».
—Sí. ¿No te gusta?
—Si consiguiera entenderte.

domingo, 4 de diciembre de 2011

A salvo de la tormenta

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José Manuel: A tu idea de sentirte con la lectura a cobijo de la helada tras los cristales le añado otra que quizá sea al mismo tiempo su opuesta y complementaria. Siendo muy joven (hoy habría pasado sin fijarme, seguro) y el Museo Dalí recién inaugurado, me impresionó una instalación con un Cadillac en el que dos o tres maniquíes (no recuerdo bien) en sus asientos, a modo de personas, soportaban un intenso aguacero, dentro del coche. Leer me produce siempre el mismo efecto: me siento a salvo de la lluvia que está cayendo delante, en las páginas del libro.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Desplazamiento

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La niebla cae sobre el valle como un fardo en el suelo del hangar. Su arpillera atrapa al insecto que corre por el polvo en busca de la semilla perdida. El comerciante hunde las manos en el saco de grano por evaluar su calidad, lo aprieta con fuerza y piensa que es agua que se escurre en mal momento. Así la rociada de la ola que salta el casco y alcanza al marinero mientras sujeta la driza de la vela mayor y ni siquiera consigue limpiarse la sal de los ojos. La mirada, que la bruma ciega y desorienta, arde.