Un pastor de la zona me enseñó, cuando era un mozalbete enredado en tonterías, cómo se mira a lo lejos. Y por primera vez olvidé canicas y piedras de mármol rosado, el automóvil de hojalata que había pintado con primor encima de los colores desgastados y tres soldados de plomo idénticos que me bastaban para organizar emboscadas contra las hormigas gigantes. A partir de sus indicaciones levanté la cabeza, que siempre mantenía inclinada, y empecé a distinguir en la nada de los montes lejanos y del cielo otro destino. El del país natal del pastor. Y el de mi existencia.