domingo, 1 de abril de 2012

«Barrio». Ante un serigrafía sobre plancha de zinc (11 x 17) de Ignacio Fortún

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De hecho, no hay postales de zinc. Tampoco hay lienzos de zinc, ni serigrafías sobre zinc. De zinc sólo hay mostradores de tabernas antiguas. Y así era hasta que tú decidiste que hubiera postales de zinc. De zinc, de rojo y sombras. El zinc es el receptáculo de la luz; mejor, el alambique de la luz: la que le llega la devuelve más densa —¿más alcohólica?—. El rojo es un rectángulo que encuadra un objeto sin jerarquía, sin objeto casi de tan casual. Ventanas, balcones, algunas chimeneas, la azotea de... ¿dónde empieza el edificio, cuántos pisos, qué fachada, portal,

calle, jardincillo...? Un instante por el que la vista ha pasado sin registrar conocimiento, racionalidad, discurso. Un pequeño acaso, inexistente de puro nimio en la ciudad. Y de repente, ahí, congelado en el zinc el rojo en tiras formando un rectángulo, agujeros sin pintura, sombras de cinabrio. ¿Edificio? ¿Y por qué no un tranvía? ¿Un vagón de madera, arrastrado por una vieja y negra locomotora? Para el viaje de la vida nos subimos a pisos que son como fugaces departamentos de vagones inmóviles, nos sentamos en asientos de tranvía para ver detenida la ciudad al otro lado de un cristal.