sábado, 9 de enero de 2016

1916

Rubén Darío regresa a la ciudad de su niñez, León. 

Un silencio bordado de piar de pájaros y el zumbido de algún insecto cubren, como el polvo que no hay, la vieja mesa de madera blanca y las sillas de enea donde se sentaban a transitar por la humedad de las tardes. Una luz taciturna envuelve la galería donde nadie ensucia los ladrillos ni ha abandonado la lata que fue transatlántico o el tronco pelado de ceiba que se podía montar como a rocín. Aún guardará la baranda muescas que recuerden mis rodillas. Cuando me siente con la vista perdida en el anochecer oiré mi voz llamándome para la cena.