jueves, 29 de octubre de 2009

El territorio de la mirada, 4

Jane Dickson. Hotel Girl, 1983
En el anfiteatro de la calle, un tranvía interpreta la partitura que fue a la lavadora en la chaqueta de John Cage. Jeroglífico no descifrado, la noche borra identidades: familia, domicilio, profesión, ahorros. Los dados corretean por el tapete verde con seis caras en blanco. La ciudad se convierte en el seno materno que acoge jovial a cualquier transeúnte como a un hijo pródigo. Su nombre de diosa: Hotel. Mientras la vida —perro degollado en un callejón— se desangra, una mujer se asoma al balcón y no grita. No espera a nadie. No huye. Ni siquiera está mirando cuando mira.

martes, 27 de octubre de 2009

El territorio de la mirada, 3

Jane Dickson. Gaiety 2, 1994
Inválida, la noche vagabunda
que tropieza en bordillos y adoquines,
cien taxis amarillos siempre a punto
de atropellarla, me condujo a ciegas
hasta el umbral. Quería y no quería
dejar mi huella sobre el terciopelo
de las cortinas. Alargó su vara
la noche hasta mi espalda y di aquel paso.
Oscuridad y luces se partían,
agua y aceite, la respiración.
Me senté entre las sombras: mi atributo.
Bajo la luz un cuerpo ya giraba,
desnudez en silencio, ante los ojos.
Bajo destellos, en mitad de un túnel.
Música inane, toses, sonaderas,
griterío, gargajos, estornudos
brindaban armonía al dolce idilio.

domingo, 25 de octubre de 2009

El territorio de la mirada, 2

Jane Dickson. Camille on the Stairs, 1985
Como acompaña siempre la puerta hasta el cuadro con cuidado, no sé si ya está dentro, en el portal, o sigue en la calle, esperando que vuelva a tirar de la cuerda para abrirle. Y cuando me asomo a oír sus pasos ascendiendo por la escalera, tan tenues, la corriente de aire me zarandea el camisón y me despeina, pero continúo atenta al gemido sutil de la madera al contacto con sus zapatos y trato de adivinarlos desde arriba, y el frío que me recorre la piel incendia algún rincón de mi cabeza donde el no oírle es ya presencia.

viernes, 23 de octubre de 2009

El territorio de la mirada, 1

Jane Dickson (1952), Peep Land, 1984
Un charquito de luz sucia parpadea en la fachada, al final de la calle. Bombillas encendidas y apagadas conviven en el nombre del local. La cortina de terciopelo ennegrece. Como si la humedad de la noche se hubiera refugiado en el zaguán, éste exhala el vapor agrio de un borracho. Sobre las tablas del entarimado los días sedimentan su paso, su pelusa. Las paredes sudan, las placas del techo se agrietan y desprenden, el escay de los asientos gime, las inciertas alfombras añoran su pelaje bajo el manto de la iluminación. Al salir, alguien enciende un cigarrillo. Bostezan sus sueños.

miércoles, 21 de octubre de 2009

«El cielo es azul, la tierra blanca», de Hiromi Kawakami, en Acantilado



Con mínimos elementos narrativos —dos personas, una ciudad y los ratos perdidos al final del día—, cuya sencillez acaricia el abismo de lo inane, Hiromi Kawakami (1958) escribe una historia de amor que no evita tampoco la cursilería del propósito. Pertenecientes a dos generaciones distintas, los protagonistas encarnan las sosegadas y reposadas virtudes del Japón tradicional, uno, y el desorden y atropellamiento del mundo actual, otra. La autora sabe acercarlos y alejarlos con el ritmo sincopado de la vida urbana. Al final, en la mejor tradición narrativa, el diálogo salva la novela y convierte a los personajes en verdaderos.

domingo, 18 de octubre de 2009

La heladera de Venecia

Como pequeñas montoneras de escombros desperdigadas por un solar, algunas nubes oscuras afean las fotografías de los turistas en Venecia. Bianca contempla el cielo detrás del mostrador y lo hermana con el helado de kiwi que ha batido aquella mañana. Los kiwis que llegan al mercado de Venecia son siempre amargos. Y demasiado caros para lo que son. La cubeta del heleado de kiwi permanece esponjosa, intensamente verde e intacta; aunque se lo pidan, Bianca se niega a servirlo. Elige otro, este me ha salido demasiado ácido —se justifica. Y al día siguiente recorre la ciudad en busca de kiwis.

jueves, 15 de octubre de 2009

Sudestada, y 3

«El río cambia. A veces es duro y amargo, pero otras veces parece hecho a la medida del hombre». Este podría ser el lema del Boga, inolvidable protagonista de Sudeste, la primera y estremecedora novela de Haroldo Conti (1925-1976?). También podría ser emblema de la novela, de la literatura y de la vida, porque a todos estos campos metafóricos alcanza la narración de un verano y un invierno en el delta; soledades que persiguen un sueño —un barco— sobre las maderas podridas de un viejo bote, y acaban por caer de bruces en la brutalidad de una sociedad insensible, despiadada.
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La escritura precisa, los diálogos secos y ásperos, la admirable recreación del ambiente del río convierten esta novela en una experiencia de lectura sobrecogedora. Pero hay algo más. El Boga parte con su miseria en busca de un ideal, que está a punto de conseguir cuando los otros interfieren en su vida y le arrastran hacia un destino completamente ajeno a su sueño. Con qué clarividencia narró Conti, en 1962, su propio final. Como al Boga, a Conti le gustaba recorrer brazos de río y canales en solitario; como al Boga los otros, una sudestada se lo llevó en 1976.

martes, 13 de octubre de 2009

Sudestada, 2

Río de la Plata, 1929
El cielo es el cielo y a la tierra pertenecen los campos, el río, el delta y dicen que las altas montañas. Lo estudiaba de niño en el librote manoseado que don Gabriel se había traído de donde no se habla como hablábamos nosotros. Para contemplar estampas parecía no importar: el cielo azul, el mar azul y copas de los árboles talladas como esmeraldas. Así aprendí los colores que de nada sirven para nombrar el lodazal del cielo y las aguas terrosas que saltan diques y se plantan a las puertas de casa invitándose cada vez que sopla el sudeste.

domingo, 11 de octubre de 2009

Sudestada, 1

Foto: Masterafg. Rafael Obligado, 2008
El viento sudeste llega en ocasiones sin remite, como el sobre blanco de una carta con ribetes negros. Se asienta sobre los caminos y sus alamedas, junto a las tablas secas en las paredes de los cobertizos y hacia el horizonte, que ya no se ve, una niebla densa, pegadiza, incómoda. Los postes de la electricidad se adentran con pavor en ella, y los ojos los ven perderse. De ahí el malhumor con que se le grita al perro y se fustiga al caballo. Bajo el humo nada avanza. Ni la patada al balón del niño encuentra jamás la portería.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Voces

El miércoles es, en los Encantes —mercadillo de lo inverosímil—, el día de los libros. Sobre un lecho de papeles revueltos, álbumes de cromos y volúmenes desparejados descansan en paz diez enormes cráneos vacunos con sus cornamentas. El azar sitúa una de las cabezas mayores —de las que sólo se ven en las películas del oeste— junto a las Obras Completas de Cela, encuadernadas en verde. Sonrío —ingenuo— al imaginar que pertenecen al mismo lote. En una esquina del revoltijo me llama una palabra desde un libro menudo, blanco: Voces. De Antonio Porchia. 1965. No salgo indemne del puesto.

martes, 6 de octubre de 2009

A vueltas con «Doménica»: ¿qué demonios quise contar? (pseudotríptico)

El protagonista, Etienne Estame, es un emblema del pragmatismo contemporáneo. La novela plantea un juego constante entre concepciones idealistas. Laborde es el idealista romántico, en el que el ideal ya está absolutamente desligado de la realidad. En Laborde ideal y vida forman dos universos irreconciliables. Pero Doménica también es una idealista, una idealista prerromántica, del mismo modo que lo fueron los barrocos: busca incorporar el ideal a la vida cotidiana. De hecho, a una vida cotidiana —en la mejor tradición barroca— plenamente satisfecha en su aura mediocritas (está contenta con su vida en el burdel, como antes lo había estado
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de sus relaciones con el jardinero). En esta estela barroca, Doménica funde perfectamente el ideal de una vida superior (aspiraciones al amor y a la belleza) con una vida cotidiana mísera, como una forma de trascenderla. Estame, de hecho, comparte aspectos idealistas románticos y barrocos, pero sin convicción. Intuye, tal vez, como Doménica, que la monótona vida provinciana que le ha tocado en suerte se puede superar desde dentro, viviéndola con intensidad; y tampoco es ajeno a los cantos de sirena románticos que Laborde le lanza. Pero en el fondo no cree en ninguna de esas dos vías. Su idealismo,
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de tan anémico, tiende a la inexistencia. En este momento Estame —apellido cuya sonoridad evoca el verbo «estar»— utiliza la fuerza y el aliento del idealismo no para sustentar un ideal —como hacen Laborde y Doménica, cada uno a su modo—, sino para autojustificar una conveniencia. Estame no cambia el modo de actuar ni el procedimiento del idealismo, sino sólo su utopía: no aspira a «ser» (y sus implicaciones morales), sino sólo a «estar» bien o a salir bien parado en cada secuencia de la vida. Este es el modelo de su pragmatismo, que tal vez resulte excesivamente contemporáneo.

domingo, 4 de octubre de 2009

Compraventa

—¡Usted no quiere vender!
—Si no le parece bien, entonces, ¿cuánto me da?
—No se trata de que yo le dé nada. Se trata de sea usted quien quiera vender.
—Dígame, pues, ¿cuánto me da?
—No, no, ese precio que me ha dicho es no querer venderlo.
—O no querer comprarlo.
—Comprar lo quiero comprar, pero a su precio.
—Diga usted, entonces, ¿cuánto me da?
—No, no, se equivoca. Quien vende es usted. Quien pone el precio es usted.
—El precio ya se lo he dicho.
—Pero no se puede pedir ese dinero por eso.
—Entonces, ¿cuánto? Dígame.
—¡Su precio!

viernes, 2 de octubre de 2009

«Crónicas de humo», de Gonzalo Manglano, en Alfama





Quizá el arte de vanguardia sea un pequeño circo de imposturas y falsedades sobre la carne viva del conflicto de un artista con su identidad imposible, sufrido desde la radicalidad. Es lo que desarrolla la historia escrita por Gonzalo Manglano en esta novela que prescinde de la voz monolítica del narrador para entregarla a un cruce de voces —en primera y tercera persona— que se alternan constantemente, con la finalidad, acaso, de crear una perspectiva superior, una suerte de superestructura en la que el punto de vista no depende ya de un narrador sino de las vicisitudes de una narración.

jueves, 1 de octubre de 2009

El corrector

Ningún escritor contemporáneo sabe escribir» —clamaba Iban Hechebendrían a las enfermeras mientras repartía por la habitación folios de la novela cuyas pruebas de imprenta corregía. Acababa de cumplir 75 años, 50 de los cuales había dedicado a enmendar originales: era su argumento de autoridad. «Un premio Nobel, tres Cervantes, incontables Nacionales. Ninguno sabe escribir. El archicélebre Casín escribe osco, sin hache; y el académico Louroño en el aplaudido libro El desafuero escribe tres veces gorjear con dos ges». Se lo repetía a quien le escuchara, médicos, enfermeros o celadores. «Algún día escribiré un libro para contarlo» —fueron sus últimas palabras.